(Esto no es un ataque a las matanzas, es una crítica a la actitud de los controladores y el que se hayan defendido sus acciones como un acto de «valentía» y de «cojones». Sigue en las PD1).
Los momentos previos son casi un elogio al silencio. Las mujeres buscan los cuchillos y, mediante señas, se los ofrecen a los hombres, sabiendo unos y otras lo que hacen. Sobran las palabras. Los hombres trasladan los instrumentos hacia una vieja mesa improvisada con palés. Ganchos, cuerdas, guitas, etc. Las mujeres, en el interior de las estancias, preparan una docena o más de cubos, algunos cercarán la zona del desastre para albergar las intimidades de la vida que están a punto de ser desveladas. Un tonel metálico lleva un rato sobre leños ardiendo con el fin de conseguir agua caliente. «Esto no puede hervir», repiten algunos de los hombres, y otros, con decisión, vuelcan algo de agua fría para calmar la violencia del cambio de estado. Algunos niños, tras la discusión entre padres y madres, merodean el asunto, mirando desde lejos, con risas y nervios. Las adolescentes preparan las mesas con sus madres y sus tías, a la espera de la llegada de la tripería y el menudo. Hombres y mujeres. Niños y niñas que aprenden a ser hombres y aprenden a ser mujeres. Las Españas profundas de los géneros marcados.
Parece ser que el más experimentado de los hombres -no el más fornido- entra en el corral para tomar al animal con una cuerda. Sin perder un minuto el lazo aprisiona el paladar superior del rosado artiodáctilo, el cual empieza a convertir sus hambrientos gruñidos en ensordecedores gritos. El hombre tira con fuerza del arreo, arrastrándolo, pues el animal se niega a mover las patas, como augurando su inminente final. Es entonces cuando seis hombres lo levantan a la par y lo tumban sobre la mesa. El portador de la soga tapa por completo la boca, agarrando el hocico para acallar los gritos agoreros del sentenciado. A pesar de que los más jóvenes risotean la situación dando palmadas sobre el mamífero, los mayores trabajan con seriedad, como agradeciéndole al animal el sacrificio inevitable, símbolo trófico de la subsistencia. Algunos hombres sujetan con firmeza las patas que quedaron en volandas, pues el golpe repentino de esas pezuñas puede ser fatal para un humano. Otros hombres dejan caer sus cuerpos sobre el lomo y los gritos de todos ellos se suceden para que la domésticada fiera y la mesa sean una sola pieza. Los chiquillos jalean y las mujeres, que se acaban de acercar, luchan para mantener a los niños alejados. Las mujeres esperan a que los hombres, con sus tareas de hombres, terminen para pasarles el testigo a ellas, mujeres, con sus tareas de mujeres. El patriarca, el jefe de la tribu humana, palpa el cuello del animal y con la desconocida celeridad del verdugo hunde de una sola vez el arma, entra y sale el cuchillo por el lugar exacto. Una mujer, la mayor, espera abrazada a un gran barreño, más abajo de la cabeza del moribundo. Recogerá litros del rojo líquido por donde se va la vida del cochino. No parece sufrir, si comparamos su apagada voz con los gritos iniciales al ser enlazado en el corral. Son solo unos minutos, quizás tres, los hombres usan su fuerza bruta para que el cochino no se mueva. Las mujeres, niños y niñas, vigilan.
La mujer del barreño se aleja a la estancia de las mujeres, no sin antes haber movido y removido con vigor extenuante la sangre aun caliente. Su fin: evitar los no deseados coágulos. Vendrán minutos de preparativos en las que todos los hombres se dedicarán a afeitar las cerdas del cochino, con agua caliente, con la facilidad y la pericia del barbero. El esmero es fundamental en esta etapa. Con un soplete, se quemarán los escasos y recios pelos que habrán quedado. La piel estará ahora impoluta, desnuda, mostrando sus vergüenzas. Se despiezará el alimento, pues el animal ya no existe, se fue su existencia en aquel barreño que apartó haciendo mutis la mujer anciana. Las tripas se las llevarán las mujeres, para vaciarlas entre hedores insoportables para los hombres; el pellejo se usará a modo de cobertura de morcillas y chorizos. Los hombres se dedicarán a tareas de hombres, a saber, usar el cuchillo para extraer las preciadas chuletas, costillas, plumas y otros manjares de las Españas profundas. Las mujeres preparan café y tortitas, que ofrecerán las chicas aprendices de mujeres. Los papeles están repartidos, cada cual con sus harapos, los hombres con taparabos, las mujeres expectantes.
Con dos cojones, las Españas profundas de hombres y mujeres. Tareas de hombres y tareas de mujeres. Con dos cojones. Vivimos en el país de los cojones, se admira y se celebra tener cojones. Ser controlador aéreo, paralizar un país y joder todo lo jodible, eso es tener cojones. Es lo que se ha oído, en resumen, «ellos han tenido cojones de defender lo suyo». Joder es sinónimo de tener cojones, porque para eso se inventaron los cojones, para joder. Nos enseñaron a los niños vestir de azul, a las niñas de rosa. Los niños, con dos cojones, las niñas, delicadas princesas indefensas en busca de un príncipe azul. Un príncipe azul con dos cojones, que controle a su antojo lo que esté a su alcance. «Hijo, no serás dentista ni carnicero, no seras torero ni bmombero. Trabajarás para Aena, con dos cojones». Las Españas profundas de controladores y de los dos cojones.
Reniego. Me pronuncio. Soy el hombre sin cojones*.
*En el sentido figurado, claro está.
El texto de la imagen pululaba antes de que existiese Internet. Ya está muy difundido, pero me hizo gracia ponerlo aquí para que quede claro, sobre todo a los jovencitos, qué pasaba cuando se hacían fotocopias de fotocopias de fotocopias. Para ver una versión en la red puedes hacer clic en el siguiente enlace, el cual contiene incluso actividades de aula.
Añadiendo que es gerundio...
PD1: Esto no es un ataque a las matanzas, es una crítica a la actitud de los controladores y el que se hayan defendido sus acciones como un acto de «valentía» y de «cojones». El fin no justifica los medios. Todos tenemos problemas laborales, a los funcionarios nos han bajado el sueldo. Cada uno es responsable de sus propios actos, los gobiernos y los políticos no obligan a nadie a hacer huelgas ilegales que termina con las ilusiones de la gente. Son vándalos de los sueños.
PD2: Los cerdos no son tan guarros como se dice en la cultura popular. Se revuelcan en el lodo como una actividad antiparasitaria. De hecho, es un animal limpio.
PD2: Por ahí dicen que el orgasmo del cerdo dura 30 minutos.
2 comentarios:
Pues, la verdad. No sé qué tienen los cojones para comer trigo (ya que estamos).
No ha sido un acto de valentía ni de cojones, sino de desesperación. Pero eso no viene bien para descargar nuestras frustraciones sobre ellos, no queda tan castizo.
Lo de los cojones no lo digo yo, tendré que repetirlo: se ha dicho por twitter y en varios blogs.
Llámalo desesperación, como eufemismo de egoísmo no está mal.
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